Seis años sin José Emilio Pacheco
por Pável Granados
- Este texto fue escrito en el año 2014.
Para entender a José Emilio Pacheco hay que tener una sola cosa muy clara: que la nostalgia es un engaño. Que todo lo que hay es una construcción que inventamos y en la cual quisiéramos habitar. Cuando, hace años, se inauguró el segundo piso del Periférico, José Emilio dijo: “Con esta construcción podemos declarar destruida para siempre la Ciudad de México que conocimos”. Es buena frase, pero también es falsa. Porque el propio escritor sabía que nunca existió esa Ciudad de México. Porque ese bello pasado tiene una sola característica: que cuando era presente era insoportable. Un presente que le fue insoportable a José Joaquín Fernández de Lizardi, lo mismo que a fray Servando Teresa de Mier y a Guillermo Prieto. Ignacio Ramírez escribió su primer texto en las orillitas de las hojas de periódico que encontraba tiradas en la calle. Cuando le preguntaron: “¿Qué es lo que más le gusta de México?”, respondió: “Veracruz, porque por allí se sale”. El compositor Melesio Morales triunfó en Italia; cuando volvió a México, Ignacio Manuel Altamirano lo recibió en la estación de Buenavista, y le dijo: “¿Pero por qué has vuelto a México? ¡Sálvate tú que puedes!” La capital era un pedacito de diez kilómetros cuadrados, y no todas las calles eran transitables. Sólo los estudiantes y los escritores que pasaban por las calles con sus libros eran respetados por los asaltantes. Conque de tan antiguo es adverso este país para los escritores…
Con el fino trazo de su pluma fuente, José Emilio Pacheco le fue poniendo tache a cada una de nuestras esperanzas. ¿El Porvenir? Tache. ¿La esperanza de un mejor país? Quizá no. ¿El respeto al arte? Tal vez en otro siglo. Pero, ¿se puede disfrutar la vida diciéndole adiós a todo cuanto va pasando ante nuestros ojos? Quién sabe, ya no está José Emilio Pacheco para preguntarle. Su poesía puede servir de oráculo. Al azar, sale un poema, “Lección de estilo”:
Lección de estilo: los sapos
a orillas de su charca,
bien sentaditos,
frescos, felices,
con la piel húmeda bajo el calor del verano,
parecen dar las gracias por su breve existencia.
No es gratuito; en la página que se abra de cada uno de los libros de Pacheco, como un leitmotiv, aparece esa certeza: nunca más un momento como el de hoy, como si fuera una voz desde el más remoto ayer la que habla. La cosa es que el más remoto ayer empieza ayer mismo. “Está tan perdido el 6 de agosto de 1634 como el día de ayer”. Pero lo decía con tanta timidez y como de pasada, que esta frase tan lapidaria se perdía entre otras muchas. Y entonces, hablaba de Enrique Gómez Carrillo y cómo era improbable que su amante fuera la gran Mata Hari. O se refería a Leopoldo Lugones, “el poeta más fiel del mundo”. Sólo que muchos años después, se supo que no era así, pues una investigadora descubrió las cartas dirigidas a su amante, regadas literalmente con sangre y lágrimas. El hijo de Lugones fue el primero en utilizar la picana eléctrica, como instrumento de tortura, en Argentina; y la nieta del poeta murió torturada por la dictadura. Si uno comienza a tejer y tejer los hilos de las anécdotas se llegan a conclusiones asombrosas. Se repite mil veces: “¡Qué chiquito es el mundo!” La última novia de Amado Nervo era tía del Che Guevara. El poeta mexicano Francisco A. de Icaza vivió en España, allí escribió sus poemas hoy olvidados, en los que abordaba constantemente un tema, el de la vida como un camino; en estos poemas se inspiró Antonio Machado, quien recogió varias de las ideas de Icaza, para su obra propia. “El mexicano de España y el español de México, a quien no se recuerda en ninguna de sus dos patrias”, dijo Pacheco de Icaza, cuando fue a recibir el Premio Cervantes, en 2010. Se lee a los clásicos de nuestra literatura para sacarlos del olvido, y se escribe para levantar una obra, una obra que, paradójicamente, está condenada al olvido. Aunque quién sabe… No sé si el poeta cree en verdad en el olvido, o cree como Jorge Luis Borges que no existe el olvido.
¿Es inmortal la poesía? Desafortunadamente, no. Los poetas tejen con sus versos grandes nichos mortuorios. Y sólo de vez en cuando se regresa para revisar el pasado. Vivimos de sentencias lapidarias, depositadas en las tumbas de nuestros escritores. ¿Quién sabrá cómo era la poesía neoclásica del siglo XIX, y quién sabe si tiene algo en común con nosotros? En los años 60, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco se dividieron la tarea de compilar y prologar la poesía mexicana de los últimos dos siglos. A Monsiváis le tocó la tarea de reunir a los poetas posteriores a Tablada y López Velarde. Y a José Emilio, los autores del siglo XIX, los que nadie toma en serio, los excluidos, los que se convirtieron en piedra y hoy sólo son monumentos (La poesía mexicana del siglo XIX, Empresas Editoriales, 1965). Pacheco continuó su lectura, y publicó su Antología del Modernismo, en la UNAM (1970). Dice Fernando Vallejo que la crítica literaria es similar a una jungla en donde los pericos se la pasan repitiendo lo que escuchan. Eso pasó precisamente con el Modernismo, la escuela que, en el siglo XIX, iniciara Manuel Gutiérrez Nájera y que significó una liberación de los modelos españoles. Pacheco volvió a leer esa poesía escrita sobre todo entre 1880 y 1910, y cambió la manera de leerla. Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Francisco González León, Enrique González Martínez, María Enriqueta, eran autores cuyos nombres no decían nada a los jóvenes de entonces. Ni siquiera Ramón López Velarde. En una ocasión, José Emilio pudo platicar con una de las novias del autor de Zozobra, y le pidió que le dijera exactamente en dónde vivía el poeta. Con esas señas pudo encontrar la casa, y descubrió que era una vecindad deteriorada. Gracias a esa investigación, se pudo recuperar la casa donde murió Ramón López Velarde, a los 33 años, a causa de una neumonía producto de caminar en la madrugada, platicando de su ídolo Michel de Montaigne, y convertirla en la Casa del Poeta.
Por esta célebre Antología sabemos que antes del Boom, ya había existido una generación literaria en español que había tenido un circuito internacional en Europa, y a la que habían pertenecido autores como Rubén Darío y Amado Nervo. Esos autores modernistas fueron los primeros en decir en Europa que la literatura hispanoamericana existía. Si antes Europa ignoraba a nuestros autores, desde entonces dejó de darse ese lujo. Primero Nervo, luego Alfonso Reyes, más adelante Juan Rulfo y Octavio Paz; la literatura mexicana dejó de ser desconocida en otros países. Recientemente, cuando Elena Poniatowska ganó el Premio Cervantes, José Emilio dijo certeramente: “En México no gusta la literatura mexicana”. Si en un lugar es desconocida nuestra literatura es aquí. Pero, esperen. Llego a una encrucijada. Desde aquí puedo caminar hacia varios rumbos. Para hablar de la generación de Pacheco, de su historia personal, de sus influencias literarias, de sus ideas sobre la literatura, de los géneros que practicó…
Harold Bloom, el crítico mayor de los Estados Unidos, dijo que los escritores padecemos de “ansiedad de las influencias”, es decir, ganas de matar freudianamente a nuestros maestros. José Emilio desecha esta idea en un poema del libro Siglo pasado: “Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines”. Con el tiempo, fue detallando una postura sobre este tema: dijo que las influencias no deben de ser vistas como algo colonial, como una conquista de un autor sobre otro, como la imposición de un estilo. Es todo lo contrario, los escritores trabajan para conquistar sus influencias, hacen el trabajo por merecérselas. No viene Neruda a meterse a mi obra –si es el caso–: soy yo el que acomete la tarea de buscar una influencia. Sus ensayos eran una especie de sabiduría largamente pensada, que fue autocrítica cuando lo creyó necesario. Le escuché decir cosas como: “Luchamos tanto tiempo contra los declamadores, ¿y qué logramos? Que se perdiera el gusto por el lenguaje”. “En México se escribe más poesía de la que se lee”. “Los malos escritores tienen una característica: creen que escriben muy bien”. Son las frases de las que tomé nota. Porque siempre, escuchar a José Emilio, o leerlo, era llegar a las consecuencias de ideas que provenían de la experiencia del lector.
Muchos escritores comienzan a existir como una protesta contra lo que estaba antes. Yo aquí estoy, y nada de lo que había me convence, parecen decir muchos jóvenes. No fue jamás el caso de José Emilio. Él llegó como una continuación natural de la literatura mexicana, como un autor en el que el fluir de la literatura se continuaba en su obra. Las obras de Alfonso Reyes, Salvador Novo, Fernando Benítez, hallaban una continuación en las reflexiones de Pacheco. Su larga contribución al ensayo periodístico, la columna Inventario, era una especie de homenaje a la vieja columna Simpatías y diferencias, de Reyes. Una curiosidad todavía más inaudita porque no existía el Internet. Antes de las computadoras, decía José Emilio, había más comunicación que hoy entre los escritores mexicanos y los sudamericanos. Antes se tenía que viajar en barco a Cuba y Senegal para poder llegar a Buenos Aires. Y aun así, los autores tenían más noción de lo que pasaba en aquellos países. En sus Inventarios, José Emilio recogía todo lo que sabía, sus imaginaciones, sus falsas traducciones, datos maravillosos sobre literatura francesa, detalles de la Historia de México que nada más él sabía. Y se quejaba: “Es que falta recopilar tanto de nuestra literatura, todo está en la Hemeroteca”. Paradójicamente, él nunca quiso que sus columnas se recopilaran, y le dio largas a todos los editores que en algún momento se lo pidieron. Es que todo es preliminar, por eso tenía la esperanza de tener tiempo para reescribir y pulir. Pero eso es imposible, ¿qué no se la pasaba retocando sus poemas y hasta algunas de sus narraciones? “Mira, si un físico reimprime su libro y la ciencia ha avanzado, es ridículo que lo deje igual, tiene que actualizarlo. Si mi sensibilidad ha cambiado, no puedo dejar un poema que me tiene insatisfecho”. No es que hablara todo el tiempo con él, pero es que lo que él decía estaba lleno de sustancia. Y él se había encontrado a los que alguna vez trataron con algún grande y resultó que en los pocos minutos de tratarlo, habían escuchado las palabras más geniales, como si los personajes se la pasaran diciendo sentencias y aforismos todo el tiempo. “No, yo no. A mí no me dijo nada Borges, platicamos de cualquier cosa, pero no me reveló sus secretos ni me dijo nada confidencial”, decía José Emilio. Pero es cierto que muchos atesoran lo que dijo. Yo viajé una vez a Xalapa con Miguel Capistrán y con él. Allá tuve la suerte de ir a comer, además de con ellos, con Sergio Pitol, Margarita Peña y Manuel Sol. En el camino, se habló largamente de Díaz Mirón y de González Martínez. “¿Cómo te imaginas al hombre del búho, como le decían entonces?”, me preguntó. “Muy serio y muy introspectivo”, le dije. “Pues no, era un gran conversador, le gustaba que los jóvenes escritores lo invitaran a salir a bailar, y siempre cargaba con una novela policiaca, algo que entonces era muy mal visto.” Y habló de Octavio Paz, del gran lector de poesía que fue. “Pero, José Emilio, si era tan gran lector, ¿cómo es que no apreciaba el Modernismo?” Y me contestó: “Mira, en la última conversación que tuve con Octavio, me dijo: José Emilio, me voy a morir y ya no voy a tener tiempo de escribir sobre dos escritores a los que descubrí muy tarde, Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo”.
Como yo, él también había sido aprendiz. Le dio a leer sus primeros textos a Elías Nandino y a Octavio Paz. Luisa Josefina Hernández le dijo que tenía talento para el teatro. Pero la verdad es que poco a poco, se fue afinando su oído por la musicalidad del lenguaje. Eso se nota en una primera etapa de su poesía. Y luego, con esa musicalidad que no lo abandonó nunca, escribió una prosa clara, de la cual puedo repetir pasajes enteros de memoria. Creó un lugar maravilloso que no existió nunca y que se llama colonia Roma. Su libro, Las batallas en el desierto hablan de ese lugar que queda en un lugar que se llama igual. Cuenta la historia de Carlitos… Bueno, ésa la conocen. Lo que nadie sabe es que no es una historia autobiográfica. José Emilio no es Carlitos. Pero Carlitos sí es José Emilio, es un habitante de una novela con una ética en el corazón cuyo mundo le impide ponerla en práctica. Su corazón destruido se salva, pero su ciudad se destruye. Una ciudad que en su momento fue un infierno. ¿Ven?, por ese tiempo no se puede sentir nostalgia. Es un engaño del corazón. Esa novela y ese escritor recibieron literariamente a mi generación. Nos dijo: “Esta fue la ciudad que ya no conocieron, porque en 1985 se fue, esta vez sí, para siempre.” Nos recibieron las ruinas. Lo que se destruye, el cambio perpetuo que está en esta magnífica obra literaria.
Bueno, José Emilio, es momento de despedirme. No me quiero poner cursi, esa forma de fracaso del buen gusto que se llama la cursilería. Sólo quería decirte que te la pasaste la vida despidiéndote, y ya ves, eres el que no se va, el que se queda en tu obra, más real que las cosas ilusorias de la vida.